miércoles, 30 de julio de 2014

Riverside - Agnes Obel

Durante un año entero podía escucharle cada vez que quisiera. Bastaba con abrir la puerta que daba a nuestro pasillo y con mi tarjeta, activar el pequeño aparato negro sobre el manillar y entrar a nuestra habitación.
También podía pedirte que me tocaras, o que no dejaras de hacerlo porque había llegado exhausta del comedor. He de confesarte que hubo días en los que tenía que subir al máximo el volumen de los auriculares para aislarme en mi música y que así ningún sonido exterior se colara. Y, sin embargo, ahora daría lo que fuera porque alguna nota suelta de tu piano interceptara a alguna nota de mi música.

Yo me sentía agradecida cada vez que el silencioso pasillo se inundaba de notas ahogadas y de una voz jodidamente bonita.


Sólo valoras lo que posees realmente cuando estás a punto de perderlo o cuando ya se te ha escapado de las manos, en mi caso de los oídos.
Cada mirada que nos dedicábamos, sin tener que hablar. Porque a pesar de casi no conocernos, tus ojos y los míos, además del color, compartían idioma. Cada lágrima que nos justificamos y que quisimos camuflar con los: “esto mañana se me pasa…”; la comida compartida, más tuya que mía, los armarios mezclados de ropa de la otra, canciones que nos mandábamos porque estábamos seguras de haber descubierto a grupos geniales… todo acababa en “compartir”. Porque en esa habitación, al contrario que otras 60 restantes, siempre seguía iluminada (incluso a las 4 de la mañana) y con la persiana hasta arriba, con el flexo dirigiendo su luz a apuntes interminables o a obras de arte que posteriormente se convertirían en sobresalientes. Siempre que se nos hacían las tantas, aunque cada una de nosotras siguiera enfrascada en sus proyectos; nos comunicábamos, eran sueños comunes y silencios que no era necesario romper.
Todo comenzaba y terminaba por la palabra compartir. Creo que nunca envidié a quienes dormían solamente acompañados de esas cuatro paredes frías y poco amigables. A mí me gustaba tener a alguien a un metro de mi cama que antes de darme las buenas noches se riera de mí porque había dicho cosas raras durmiendo pero aun me gustaba más que la carcajada sonara sorda en el cuarto porque nadie más hablaba a esas horas de la mañana; o porque había algo que era imprescindible ver en su ordenador que no podía esperar al día siguiente.

Echo de menos todas esas notas que tocabas en el piano y (¡cómo no!) todas las que taladrarán la cabeza de tu nueva compañera.


viernes, 25 de julio de 2014

remiendos

-Justo después de esa foto... - musitó con los ojos destellando asombro como quien acaba de ver un fantasma. Sus ojos señalaban fijamente a la pareja con unas amplias sonrisa sujetando con una mano cintura y hombro y botellines en otra.

-¿Qué? ¿A qué te refieres? - le pregunté esperando una respuesta fugaz de su boca, o de sus ojos.

-Justo después de esa foto... - volvió a repetir; como si hubiera olvidado que ya lo había dicho, o como si necesitara volver al principio para contármelo todo. -giró la mirada palpitante, esos ojos rasgados por el ambiente cargado del bar y se acercó tan cerca que pude ver todavía, mientras sus labios ya tocaban mi labio superior, las marcas que aparecen en sus mejillas cuando sonríe.

-¿Te gusta Andom entonces? - atreví a articular mientras me moría por saber más, y mi cigarro iba consumiéndose entre el índice y el corazón.

-¿Qué quieres decir? Andom siempre me gustó. Incluso cuando no lo conocía y para mí era un chico más del campus, de la ciudad -su voz ahora miraba al cristal del tren y su cabello castaño se teñía enérgicamente de un rojizo abrasador del último sol de la tarde. Cada vez que colgaba pancartas para convocar huelgas, cada vez que salió de clase implorando al cielo un 5 para aprobar alguna asignatura difícil de digerir, cada vez que golpeaba cariñosamente la espalda de sus amigos cuando salía por las tardes, satisfecho, de la biblioteca. Creo recordar que alguna vez pudimos llegar a compartir fuego en los descansos. Para mí era un chico más, pero cada vez que alguien lo llamaba por su nombre... el eco parecía reclamar el mío; parecerá inimaginable, cursi o imposible. Pero créeme, creía conocerlo de otra vida. Así que aquella mañana, cuando su amiga Carla lo llamó desde la parada del bus para que la esperara y entrar juntos a clase y casi le atropella una moto que entraba velozmente al aparcamiento me giré bruscamente como si me llamaran a mí y al verle, detenido en medio de la calle fui corriendo a abrazarle.

-¿Y cómo reaccionó él ante tal curiosa situación? - y no pude evitar una risa divertida que hizo que aparecieran en la cara de Valena una fila de dientes brillantes y perfectamente alineados.

-"Tranquila , Vale, que estoy bien" fue lo que me dijo. Él también escuchaba su nombre cada vez que me llamaban. Estábamos seguros de habernos conocido hace años y no hicieron falta presentaciones.