Durante
un año entero podía escucharle cada vez que quisiera. Bastaba con abrir la
puerta que daba a nuestro pasillo y con mi tarjeta, activar el pequeño aparato
negro sobre el manillar y entrar a nuestra habitación.
También
podía pedirte que me tocaras, o que no dejaras de hacerlo porque había llegado
exhausta del comedor. He de confesarte que hubo días en los que tenía que subir
al máximo el volumen de los auriculares para aislarme en mi música y que así
ningún sonido exterior se colara. Y, sin embargo, ahora daría lo que fuera
porque alguna nota suelta de tu piano interceptara a alguna nota de mi música.
Yo me sentía agradecida cada vez que
el silencioso pasillo se inundaba de notas ahogadas y de una voz jodidamente
bonita.
Sólo
valoras lo que posees realmente cuando estás a punto de perderlo o cuando ya se
te ha escapado de las manos, en mi caso de los oídos.
Cada
mirada que nos dedicábamos, sin tener que hablar. Porque a pesar de casi no
conocernos, tus ojos y los míos, además del color, compartían idioma. Cada
lágrima que nos justificamos y que quisimos camuflar con los: “esto mañana se
me pasa…”; la comida compartida, más tuya que mía, los armarios mezclados de
ropa de la otra, canciones que nos mandábamos porque estábamos seguras de haber
descubierto a grupos geniales… todo acababa en “compartir”. Porque en esa
habitación, al contrario que otras 60 restantes, siempre seguía iluminada
(incluso a las 4 de la mañana) y con la persiana hasta arriba, con el flexo
dirigiendo su luz a apuntes interminables o a obras de arte que posteriormente
se convertirían en sobresalientes. Siempre que se nos hacían las tantas, aunque
cada una de nosotras siguiera enfrascada en sus proyectos; nos comunicábamos,
eran sueños comunes y silencios que no era necesario romper.
Todo
comenzaba y terminaba por la palabra compartir. Creo que nunca envidié a
quienes dormían solamente acompañados de esas cuatro paredes frías y poco
amigables. A mí me gustaba tener a alguien a un metro de mi cama que antes de
darme las buenas noches se riera de mí porque había dicho cosas raras durmiendo
pero aun me gustaba más que la carcajada sonara sorda en el cuarto porque nadie
más hablaba a esas horas de la mañana; o porque había algo que era
imprescindible ver en su ordenador que no podía esperar al día siguiente.
Echo
de menos todas esas notas que tocabas en el piano y (¡cómo no!) todas las que
taladrarán la cabeza de tu nueva compañera.