Nunca
pensé que todas las conspiraciones fueran a cumplirse. Te has convertido en
escritora. Por fin. Siempre dijiste que a pesar de pasarte las noches enteras
bajo la luz del flexo, no te considerabas artista. No antes de escribir un
libro.
También
te has desenredado de los males que vivían por los rincones de tu cuarto, incrustados
al yeso como humedades de invierno, como la resina se incrusta al otoño.
Recuerdo cómo por las noches se trenzaban esos males negros por el pelo y con un
poco de suerte te provocaban insomnios interminables y llenos de oscuridad. Por
eso por el día seguías viéndolo todo negro.
Y
ahora te veo desde el palco del teatro. ¡Cómo has cambiado! Tienes el pelo
corto, cantas mientras deambulas por la ciudad y, sin embargo, hay algo que no
has querido abandonar. Sigues besando al mismo hombre, pero no por haber
compartido los mismos amaneceres desde que acompañabas la pizza siempre con
cerveza, desde los dieciocho, sino que tu vida ha girado tantas veces como el pomo
de la puerta de su casa. Esa puerta que, como símbolo limítrofe de ambas vidas,
tomó más decisiones que los dos sobre el colchón.
Ya
no llevas pulseras, siempre le dices a Adriana, la pequeña Adriana, que no te
dejan respirar. No te dejan respirar porque te atan las ideas que salen de la
pluma cuando quieres escribir tus historias en el papel.
Ahora
me gusta más mirarte, vas dando un rastro de destello que te empuja hacia
delante, huyes de prejuicios. Y no es que antes no me gustaras, sino que has
evolucionado, y me encanta todo lo que has conseguido ser. Ya no buscas por
donde antes encontrabas y ya no caminas hacia un destino prefijado. Vistes otra
ciudad. Y por cierto, adoro esas patas de gallo a cada extremo exterior de tus
achinados ojos. ¿Sabes lo mejor de todo? Son marcas de la vida, cicatrices de
cada sonrisa, cada carcajada que expulsaste con fuerza.
Todavía
no te conozco y ya te echo de menos. Sólo deseo conocerte, mi querida yo a los
40.